Carallo, me dije a eso de las cuatro de la tarde cuando los edificios al oeste arrojaron su sombra sobre nosotros, parece que va a refrescar. Y eso era malo, claro, porque acababa de amasar mi futuro primer pan en horno de leña. De masa madre. En un local sin calefacción. Y, según miré por internet, en las siguientes horas la temperatura en Madrid bajaría hasta los 15 grados. Estupendo para ir de cañitas, complicado para fermentar una masa.
Así que eché un vistazo a mi alrededor. En realidad, cualquier cosa en la que quepa el barreño me vale, pensé. El problema es que lo obvio, el horno, no se podía usar porque es demasiado pequeño; además, el barreño es de plástico.
Hasta que mi mirada se posó en una estupenda máquina de tabaco ¡Cómo! ¿Que no tenéis a mano una vieja máquina de tabaco tuneada para que al pulsar cada botón emita un sonido?
Pues yo sí
Fácil fácil: metemos el barreño a un lado y un par de velitas de té al otro. La puerta cierra estupendamente, pero los dos agujerillos como de un centímetro de diámetro en la parte trasera permiten tanto airear la llama como meter el pintxo del termómetro para comprobar la temperatura.
En la esquina izquierda, con calzón rojo, dos kilos y medio de masa. En la esquina derecha, dos velas de té. Ocho céntimos cada una, y duran unas dos horas. No sufrir por los cables, que no corren peligro.
Según he comprobado, a quince grados, cada vela aportaba cinco más. Así que con dos velas y a veinticinco grados nuestras amigas bacterias y levaduras pudieron llevar a cabo su tarea de crecer y reproducirse con total profesionalidad. Lástima que yo no pudiera hacer lo propio con la mía. Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Bueno, ahí dejo el briconsejo: un baúl, una nevera vieja, un armario alto (cuidado, porque la llama puede quemar hasta a tres palmos sobre la vertical)... cualquier espacio se puede convertir en una estupenda cámara fermentadora con unas velas de té.